Ruidos han trepado a la ventana y ahora están ingresando en mis oídos. Unos metros abajo, aunque no lo veo, sé que está un hombre de edad incalculable. Podría tener 80 o 150 años. Su mirada no tiene rumbo ni brillo, los suyos parecen unos ojos plásticos colocados en ese cráneo para completarlo. Transcurre las horas sentado en esa esquina en donde nadie lo importuna, vestido con un sombrero y un overol de jean. Es un hombre solo, y está mañana lo sé más solo que nunca. Anoche, cuando llegué a mi casa, un sereno lo tenía acorralado con su moto contra un rincón; le gritaba, lo insultaba, le decía que se vaya, amenazándolo con su vara de goma, y aceleraba el motor como si fuera a meterle la moto encima. El hombre estuvo quieto todo el rato y sólo miraba al sereno como planificando algo. Yo veo al hombre todas las mañanas; no quiere lástima, no busca diálogo, nunca le vi una mujer o un hijo, nadie que lo arranque del marasmo y el estar allí estando. Sólo quiere eso: estar, allí sentado mirando el piso y a la gente como figuras de película muda. El hombre estuvo tirado allí desde el primer día que vine a vivir a esta casa. Como si fuera un trapo viejo, por el polvo que llevaba en la ropa y esa barba enmarañada como hecha de tierra, y la piel de la cara marcada por las arrugas como el barro en la sequía. Me pareció un hombre medroso que producía espanto a los demás por esos ojos inyectados en sangre y su aspecto de fiera. Puede ser un mendigo que no espera nada de la vida, o un maestro, un
